Borges, una vez más nos sume en un laberinto. A la mejor
manera, que han intentado imitar tantos posteriores a él, pasamos a través de
mil cuartos, y al entrar en uno, ya no es el mismo y a la vez son todos. La
pregunta que plantea el escritor es: ¿cómo piensa el malo de la película?
La inversión de papeles también es un tema fundamental en
este autor, gracias a este planteamiento se nos permite ver más allá de lo
común y aventurarnos a analizar qué piensa aquél que está tras las rejas. El
laberinto de Minos fue construido para mantener a una bestia aprisionada, sin
que ésta pudiese lastimar a nadie; sin embargo, detrás de este mito se
encuentra la necesidad (ficticia o no) de esconder lo que representaba una
mancha, un error, un affair entre Pacifae y el Toro de Creta. El minotauro no
es más que producto del amor zoofílico, transespecie. Para algunos filósofos y
psicoanalistas, ésta sería la más grande expresión de naturaleza humana,
aquello contra lo cual desde niños te dicen que es malo, “los animales son
diferentes a ti porque no hablan y tú te tienes que poner camisa y pantalón”; y
que sin embargo forma parte de un área gris y nublada, que se encuentra muy por
debajo del subconsciente.
La mejor manera de humanizar al Minotauro tal vez sea esa,
recordando que es fruto de un sentimiento humano, que dependiendo de por dónde
se vea puede ser lujuria, pasión o amor. Por lo tanto, algo de esta esencia ha
de poseer. Más allá del tema de la zoofilia en sí, el mito del minotauro trata
de lo diverso del deseo carnal y los extremos a los que éste pueda llegar, así
como que su fruto no es también humano, como Borges lo refleja. Si bien los
mitos no forman parte de la realidad, su razón de ser es justificar a la
humanidad y todo lo que a ésta remite.
Recordemos el final de este cuento: “El minotauro apenas se
defendió”.
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