Iba sobre el humo de las
alcantarillas deseando tener un vestido blanco clásico para que se me
levantase, dejando en exhibición mi cuerpo. Pero como tengo sólo 15 y no
soy puta (no abiertamente), entonces me guardo las fantasías
bajo el suéter blanco con gris de mi novio. No hay luces de neón en este
pueblo, pero los borrachos bochornosos abundan en cada esquina; a una comunidad
le puede faltar comida, pero no licorerías.
Caminaba por
el abasto de Bemba, un negro obeso dueño de la mitad de los negocios escuché
que me siseaban: "epa, mi amor". Hice caso omiso al loco al que se le
ocurrió que yo iba le iba a parar y seguí caminando. Me arremangué y mordí bien
los labios para darme fuerzas por si se me volvía a acercar. Doblé en la
esquina y pasé la iglesia, "epa, mami",volteé con mis mangas hasta
los codos, molesta, dispuesta a patearle duro por donde piensa; pero no había
nadie allí, solo yo. Si quiera un gato o una cucaracha. Se me aceleró el
corazón y me di dos cachetadas en seguida. Al emprender mi rumbo nuevamente,
sentí un calor punzante en la nuca; "mierda", susurré.
Me desperté
en una tina de baño vacía, con mi cuerpo cubierto de aceite y un olor a limón y
canela; estaba totalmente consiente, no veía borrosas mis manos, ni mi piel
chorreante tenía marcas de nada; todo parecía relativamente normal.
Escuché
entonces algo a lo lejos, una trompeta discreta abriendo paso a una melodía, la
siguieron dos o tres golpes de tambor; luego, silbó una charrasca tímida que
timbraba como lo hacían los merengues ochenteros.
Se apagaron
las luces del baño y me enfocaron miles de reflectores multicolor que volaban
de un lado a otro, salí de la tina tanteando las paredes entre aquella colorida
oscuridad en busca de algo para taparme; encontré a mi derecha una tela muy
suave. Sonó un trombón a mi izquierda, al tiempo que se apagaban los
reflectores y como pude me puse el trapo sobre mi piel aceitada.
Volvió el
trombón y a medida que su ritmo se hacía más intenso, la luz volvía muy tenue,
casi erótica.
El cuarto
estaba ahora lleno de espejos y la bañera había desaparecido. Cayeron del cielo
telones rojos y se abrieron, dejando salir de los espejos una fila de
bailarines que a medias tapaban sus partes vergonzosas con flores. Me tomaron
de las extremidades y me subieron a una tabla que entre cuatro de ellos
cargaban, danzando alegres y cantando en lenguas inentendibles.
Me llevaban a una tarima de luces que tenía encima una
copa de oro gigante, en el que uno de los bailarines tejía ropa con flores.
Subieron las escaleras y una de las bailarinas alzó las manos al cielo, cesaron
la música y la danza, me bajaron de la tabla y ella me quitó el trapo,
dejándome nuevamente descubierta. Gracias a que el ambiente estaba cubierto de
humo de hogueras y tabaco, no sentí frío; sin embargo mis pezones despertaron;
tal vez fue la pena, aunque ellos parecían no sólo estar acostumbrando, sino deleitados
conmigo.
Me metieron
en la copa con aquel semental, a quien al fin tuve el placer de detallar. Su
piel se confundía con la superficie de la copa, daba la impresión de estar
recién sacado del horno y de haber sido previamente cubierto en caramelo. El
cabello rulado, decorado de orquídeas que le caían a los hombros, los muslos,
la entrepierna perdida en un tumulto de flores de mostaza. Me sentí aún más
acalorada, pero mis pezones no lo sabían.
El hombre de
las orquídeas me beso la frente y alzó los brazo al cielo, haciendo que
volviese la música. Me desordeno el cabello al tiempo que me lo llenaba de
flores, flores que tomaba de su reserva, de su tumulto. Besó mis mejillas, mis
hombros y me puso pétalos de violetas en los dedos de las manos y de los pies.
Luego me hizo señas de que me sentase en la copa y tomó una cesta, la mostró al
público y ellos gritaron de júbilo. De la canasta sacó una gran rosa roja y la
fue deshojando, yo le miraba confundida.
Sacó miel y
me empapó de ésta las caderas, los muslos y la entrepierna; me besó los labios
y empezó a adherir rosas a las zonas que estaban cubiertas de miel. Fue
entonces cuando me percaté de que los pétalos se fundían en mi piel,
derritiéndose en la calentura que me causaba aquel ataviado Aquiles. Cantaban
cada vez más alto y empecé a sentirme aturdida, como si algo me quemase el
cuello, observe entonces un camino brillante de iba desde mi vientre donde
habían estado los pétalos, hasta mi garganta, me había envenenado por donde las
mujeres suelen enamorarse y caer en los brazos de hombres equivocados. Desee
volver a mi aburrida vida, rogué a un Dios que todo fuese un sueño como pasa en
las películas, nadie pudo hacer nada por mí, lo último que recuerdo fue sentir
ese hermoso calor acompañado de un puje en mi entrepierna, me fui en medio de
un orgasmo.
Comentarios
Publicar un comentario